“La poesía, escribió Giambattista Vico, es un lenguaje de infancia.
Así es, a condición de agregar que, para llegar a él, hace falta una vida entera”.
María Negroni,
escritora argentina.
Crecí en una casa con una biblioteca que cubría dos paredes. Sus anaqueles más altos estaban reservados a los textos de criminología que acumulara un abuelo materno penalista que además poetizó viñetas de su ciudad de residencia y noveló las penurias del peón mensual. Los estantes intermedios se repartían entre la profesión médica de mi padre y su ya mencionada vocación por el arte. El espacio inferior se rellenaba con enciclopedias y libros de texto míos y de mi hermana. Los de magisterio de mi madre se intercalaban entre los demás siguiendo un orden aleatorio. Los últimos en anidar en aquel vasto universo de tan variados saberes fueron los textos subversivos en boga durante mis años mozos, en estado de constante alerta entre sus pares. Aquel fue mi temprano portal al Olimpo, al País de Hoz, y a la Tierra sin Mal.
EL NAVEGADOR ANALÓGICO
Ese joven que fui, integrante de una generación sobreestimulada (que, aunque no fue la multimedial de ahora, coleccionó los fascículos semanales de la Editorial Códex), alguna vez conoció la mejor lírica mundial gracias a los llamados “cantautores”, muchos de los cuales se dedicaron a musicar poetas como Pablo Neruda (Víctor Heredia), José Martí y Nicolás Guillén (Pablo Milanés), César Vallejo (Noel Nicola), Antonio Machado y Miguel Hernández (Joan Manuel Serrat), Georges Brassens (Claudina y Alberto Gambino), Nazim Hikmet (Dina Rot), en su mayoría, las más altas voces hispanoamericanas (Paco Ibañez)
Siempre me asistió una enorme curiosidad. Así, el trovador catalán de Poble Sec me condujo a descubrir el movimiento antifranquista de Els Sept Judges (Raimón, Lluis Llach, Ovidi Montllor, Pi de la Serna, Pere Quart) Por esa vía llegué a la sublime poesía de Joan Salvat Papasseit, Salvador Espriú, Joan Timoneda, Miquel Costa I Llobera. Y gracias a Lluis Llach leí a Konstantin Kavaffis.
Lo propio ocurrió tras las huellas del cancionista galo que anhelaba ser enterrado en la playa de Sette. Su background era la Nueva Canción Francesa (Jacques Brel, Leo Ferré, Jean Ferrat) Pero también Boris Vian. Y para verlo – además de escucharlo – descubrí el filme «Puerta de Lilas» y a René Clair.
Aquel afán de investigación, lejos de abandonarme, se potencia a diario en la era digital.
LA SOCIEDAD DE MIS POETAS VIVOS
Con el tiempo tuve la oportunidad de conocer personalmente a talentosos bardos. No me extraña por ende que – aun habiendo incursionado en el ensayo y la narrativa – mi más fuerte vocación literaria fuera la poesía.
A mediados de los 80s, en una presentación del libro “La Noche de los Lápices” celebrada en el Centro Cultural General San Martin de la capital argentina, mi amiga Mónica Tobin me presentó al gran Julio Huasi, muy abatido por entonces debido a la paulatina sanción de leyes de impunidad, circunstancia que más adelante lo llevaría a quitarse la vida. La mujer que nos conectó me contaría al cabo de un tiempo que el autor de “Asesinaciones”, “Matria Mía Azul” y “Comparancias” había considerado proponerme ser albaceas de su obra.
Inaugurando la década siguiente tuve la suerte de tratar al entrañable Alberto Vanasco, quien a propósito del obsequio de uno de mis poemarios, llegó a expresarme “Estuve sin dormir hasta las dos de la madrugada leyendo y releyendo tu libro. Estás allí tan presente como si te viera hablando y gesticulando. Gracias por mandármelo. No puedo decirte si tus textos tienen algo que ver directamente con la poesía pero estoy seguro que la poesía del futuro irá por esos mismos carriles” (Octubre 1990) Contrariando al maccartismo vigente, también tuvo el noble gesto de enviarme un libro suyo dedicado al jefe de los Montoneros, preso por entonces en la cárcel de Villa Devoto.
Durante la segunda mitad de la misma década, el cantautor Alberto Zapata me acercó al inimitable Armando Tejada Gómez, con quien llegué a corear las estrofas de su “Canción con todos”. Según refirió una de sus hijas, en la mesa de luz del hospital donde falleció encontraron mi antología “Poemágicos”.
Y despuntaba el Siglo XXI cuando, en tanto Director de RRPP de la Sociedad Argentina de Escritores, intimé con Juan Jacobo Bajarlía, quien en un bar aledaño a su buffet de la calle Cerrito me estremeció relatando su clandestino romance con la gigantesca Alejandra Pizarnik. A su vez, me dedicó un poemita – que aún conservo – referido al narrador Haroldo Conti, detenido-desaparecido por la última dictadura:
Un día entraron.
Eran cinco aparecidos llegados del infierno
con el olvido a cuestas
y la voz en los puños.
Las paredes se humedecieron de llanto,
de finas garras de sangre,
de flores negras que brotaban
impregnadas de fuego.
Las tinieblas jugaban al destino en la cabeza
de los cinco aparecidos.
“¿Porqué me llevan?”
Proyectiles de silencio,
el terror que vomitaban los ojos,
la memoria olvidada en el gatillo.
Lo vieron
cuando las itakas enceguecían las ventanas,
cuando el desierto se hundía en la voz
Bajo el hielo que medía la distancia.
La luz se hacía violeta,
ennegrecía la mirada de los cinco aparecidos.
“¿Porqué me llevan?”
Las estrellas dormían en los tejados.
También tuve la fortuna de intimar con otras altísimas voces nacionales, como Alfredo Carlino, Atilio Jorge Castelpoggi, y Vicente Zito Lema.
De lleno en el Tercer Milenio, con una decena de títulos publicados entre 1985 y 2007, sin mercado editorial para la poesía ni chance de trascender con ediciones en papel un círculo de medio centenar de lectores, comparto mi producción anual en la red de redes.
FISIOLOGÍA DE LA CREACIÓN LITERARIA
(O CONJETURAS SOBRE LA INEXISTENCIA DE LAS MUSAS)
Como ocurre con la mayoría de los escritores noveles, mis primeros textos veían la luz sin filtro alguno. Así, intrascendentes repentismos adquirían relativo estado público exponiéndome a hacer el ridículo ante los entendidos. Estoy seguro que de cada antología de medio centenar de poemas podría extraerse un puñadito digno de publicarse, no mayor a media docena. De tal modo, me haría justicia contar con un solo y decoroso poemario mostrable. Pero ya es tarde.
Valiosos colegas me califican como “poeta militante”. Suponiendo que me cupiese la primer y honrosa condición, confieso que al menos no procuré hacerme acreedor a la segunda. Tan sólo me hago cargo de pertenecer a una generación condicionada por dos grandes opciones: O hippie o guerrillero. Así como alguna vez las letras nacionales se polarizaron entre Florida y Boedo, a los hijos del rock nos tocó elegir entre Spinetta o Gieco. Y yo me forjé en un hogar politizado. No obstante, como le gustaba citar a mi padre a coro con los griegos, “nada de lo humano me es ajeno”.
A esta altura de la vida corrijo cada vez más y escribo cada vez menos. Exclusivamente cuando no hacerlo me resulta insoportable. Muy a mi pesar, coincido con Pichón Riviere acerca de que los sentimientos de pérdida suelen ser los de mayor exaltación creativa. Leo y releo cada texto. Me empeño en preservar al lector eventual de cualquier
intimidad irrelevante capaz de brotar emocionada y apagarse al poco tiempo. Crezco en paciencia para ajustar la cadencia de un texto, dar caza al sustantivo más esquivo.
Al cabo, escribir es una lucha contra lo imposible: Recuperar un instante primigenio de la vida, echar una mirada arqueológica bajo la mesa de nuestro primer comedor diario en procura del remoto pictograma de una hermana ausente, volver a experimentar la infancia como Patria de la Dicha. Lo trascendente se escribe develando jeroglíficos de ensueño con una lapicera que se va quedando sin tinta.
Una línea incapaz de iluminar aunque débilmente al mundo no merece tomar estado público.
JORGE FALCONE
CAPITULO DE:»DECLARACION JURADA» DE JORGE FALCONE
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